domingo, julio 04, 2004

Prólogo

De puentes y ríos








El sena a su paso junto a Notre Dame


Por azares del destino viví una corta temporada en París. Fueron pocos días y lo lamento. Cada metro recorrido, cada instantánea grabada en la memoria, son ahora imágenes dispersas en algunos textos, fotografías donde la plata y la gelatina recuperan fragmentos de un momento lejano que ahora parece irreal.
      Lo que me llevó a París fue un encuentro de editores mexicanos y franceses celebrado a la par de Le Salon du Livre. Como todo encuentro de este tipo no faltaron conferencias, lecturas, diálogos entre editores, comidas y cenas. En los tiempos libres, por demás abundantes, me dediqué a vagar sin rumbo, dejándome llevar por mera intuición hacia calles de pronto estrechas, luego amplias, que me condujeron a nombres y lugares significativos para mí, muy diferentes a los sitios que por regla general se tienen que visitar en París. Caminé la ciudad. Comí poco. Gaste mucho. Conocí el peso exacto de las huellas que uno deja tras de sí. Hice pues de un viaje con un fin determinado uno en el cual me dejé tomar por el azar, sin plan fijo.
      Una de aquellas tardes mis pasos me llevaron al Pont de l`Archevêché. La idea era recorrer los muelles del Sena partiendo de la parte posterior de Notre-Dame para terminar el recorrido al llegar al Pont des Arts. Caminé tratando de guardar en la memoria esa sensación deliciosa de estar solo en un país lejano donde nadie lo conoce a uno. Recuerdo que a medio camino me detuve a escuchar a una improvisada banda de músicos checos que deleitaban a los transeúntes con piezas de su país. Me entretuve unos minutos escuchándolos y mirando correr el agua del río. El sol descendía y un viento tibio acariciaba el rostro. Una vez alcanzado el Quai de Conti subí al Pont des arts, y estuve a punto de cruzar el río hacia el Louvre, pero preferí recargarme en el barandal y mirar el paso de la gente. Cuando me pareció que pronto caería la noche dejé mi puesto de observación y retorné hacía la catedral, pero no lo hice por los muelles sino por la avenida que corre paralela al Sena con el fin de parar en los numerosos puestos de libros usados y viejos que se encuentran establecidos de este lado de la ribera.
     Los días anteriores había cargado con la cámara invariablemente. Esa tarde la cámara se quedó en la casa de Stéphane. Decidí que un peso menos, aunque fueran unos pocos gramos, me facilitaría mis andanzas. A estás alturas del viaje los pies obedecían dificultosamente cansados del kilométrico trajinar de los días anteriores. Dentro de tres días estaría volando sobre el Atlántico de regreso a casa. No quería pensar en ello. Prefería concentrarme en la ciudad. En sus edificios. Gozar el peso de su historia, de su belleza. Y ese día que no había lente de por medio entre nosotros París me pareció diferente. Cargado de un aura escondida al ojo rutinario tras un velo de neblina.

Una vista del Pont Neuf

     Me detuve en cada uno de los puestos que encontré en mi camino. Al principio más que los libros me atraían los carteles antiguos y las fotografías que exhibían. Al acercarme me fijaba en los títulos, la mayoría de ellos en francés, salvo alguno que otro en inglés, quizá olvidados por turistas angloparlantes en los hoteles o pensiones donde se habían alojado. Mi hermana había visitado la ciudad el año anterior y conseguido un par de buenos libros que me regaló. En aquella ocasión imaginé los tesoros que encontraría en estas calles, sin embargo ahora que pasaba justo a su lado ninguno de ellos capturaba mi interés.
     La luz emanada de los faroles y las luces de los edificios comenzaba a reflejarse en las turbias aguas del Sena cuando llegué al último de los puestos. Sin mucha esperanza comencé a mirar los títulos. De inmediato me percaté que en este último, contaban con ejemplares más antiguos y raros que en los puestos anteriores. El dueño era un señor de bastante edad, no muy alto, de poco pelo totalmente encanecido, de rostro serio pero de ojos inteligentes. No tuve ánimos para intercambiar saludos, mi francés era pobre y la pronunciación aún peor. Sin embargo sus ojos no perdían de vista mis dedos que iban recorriendo los libros uno tras otro conforme leía el título impreso en el lomo.
     De improviso un sudor frío recorrió mi cuerpo. En el lomo de uno de los libros aparecía el nombre del poeta que había buscado con tanta energía pero sin ningún resultado hasta entonces. Era tan difícil saber de él que muchos creían lo había inventado. Traté de ocultar mi alegría con el fin de que ese gesto no encareciera el precio. No pagué más que por cualquier otro libro. Fácilmente hubiera dado algunos euros más por él. Antes de entregarlo, el viejo balbuceó algunas palabras que no comprendí del todo. No le di importancia y con aquella joya dentro de mis posesiones me dirigí a la estación del metro para volver a casa.

El Pont Neuf

     Los vagones del subterráneo iban llenos de pasajeros. A pesar de las ganas de hojear el libro temí sacarlo y perderlo entre aquella multitud. El viaje no duraría más de quince minutos. Podía esperar. Estación Abesses. Tomé el ascensor hasta a la superficie. Respirar el aire puro de un pequeño jardín. Cafés en ambos lados de la calle. Una pequeña iglesia. El departamento de Stéphane un par de cuadras adelante.
     Me tiré en la cama, arrojé la mochila a donde fuera y despojé del plástico protector al libro. Cuál no sería mi sorpresa al no encontrar las páginas de un libro de poesía, sino hojas sueltas con textos en prosa escritos a mano. A pesar de la decepción que sentí en un principio aquellas páginas me intrigaron. Medio leí lo que en ellas aparecía. Era una especie de diario de viaje pero sin fechas que permitieran establecer una cronología o alguna datación histórica. Varias de las hojas estaban incompletas, carcomidas por el tiempo, o bien con el texto ilegible. No sabía si maravillarme. Tal vez habíamos descubierto un texto inédito de alguno de tantos escritores que había radicado en París. Permanecí no se cuanto tiempo repasando y repasando aquellas páginas hasta que la llegada de Stéphane me sacó de mi lectura. Le mostré lo encontrado y dejó ver su curiosidad por el texto. Le extendí los folios y comenzó a leerlos. Se trataba de una bitácora de viaje. Textos breves, apuntes tal vez, sobre países y territorios cuyo nombre no nos decía nada. No se trataba pues de un inédito de algún escritor famoso, tampoco de los apuntes robados a Hemingway en la Gare de Lyon.
     Esa misma noche Stéphane leyó todos los textos, lo primero que me dijo al día siguiente fue que a pesar de que varios de ellos no estaban completos era un buen descubrimiento. Le propuse que lo tradujera al español. Que yo le ayudaría. Regresé a México con ese nuevo proyecto al que le dedicamos varios meses y bastante tiempo. Finalmente conseguimos una traducción que nos satisfizo a los dos pero que nada más funcionó como cimiento de lo que seguiría. Como la mayoría de los textos estaban incompletos, en algunos casos sólo faltaban frases pero en otros incluso párrafos enteros, me tomé la libertad de completar y/o continuar la historia donde fuera necesario. Ya encarrerado, escribí algunos más, tratando de emular el estilo de los originales y los mezclé entre los demás siempre procurando conservar la unidad.
     Finalmente debo advertir que no se trata de una traducción fiel del original como se estarán dando cuenta, sino de la continuación de un texto comenzado por un autor desconocido, que permanecerá anónimo y del cual difícilmente llegaremos a saber datos precisos. El hecho de publicar estos textos no quiere decir que el libro haya alcanzado su punto final. Estás bitácoras son un punto intermedio del viaje. Finalmente hay libros que nunca terminan de escribirse.
     Lo que se publica a continuación es el trabajo de construcción y reconstrucción de estas letras. Espero se cumplan sus expectativas.