La fiesta del silencio
Viejas casas construidas a lo largo del cauce de un antiguo río ahora seco. Cañada larga y profunda, en trechos el camino se hunde bajo tierra. De glorioso pasado de riqueza, hoy ciudad fantasma. Un día al año las personas de todos los horizontes del país enfilan su camino hacia ella. De una mañana a otra la ciudad se transforma, de ser la urbe olvidada se convierte en el gran centro de atracción. Ese gran día se puede ver gente jubilosa que ríe y corre por las calles, que se embriaga sin que importe lo demás, es un día de fiesta donde se permiten los excesos: hay música y la gente baila toda la noche, el frío no importa el calor de tanta gente hace que se olvide. Es la gran fiesta, la que todos esperan pacientemente año con año. Los que asisten se enfrentan a serios problemas para llegar, los caminos se atestan de peregrinos, y no hay lugar donde alojarse, aunque dicen, es lo de menos. Un día de total abandono, de conocer gente para después olvidarla. Concluido el festejo se ven las largas filas de aquellos que abandonan la ciudad. La peregrinación va de retorno. Es extraño ver personas en la calle al día siguiente de la fiesta. Es entonces cuando comienza la verdadera celebración, la fiesta del silencio. Las calles y los túneles se pueden caminar en una total soledad, se escucha nítidamente el viento al seguir la forma de los objetos, los pasos retumban en la rocas, y entonces, finalmente uno puede escuchar lo que su alma le dice.
sábado, agosto 07, 2004
Rituales y Mitologías 2
Ritos del desierto
Escuché el sonido de la puerta al cerrarse a mis espaldas. Frente a mí la oscuridad. No sé por cuánto tiempo permanecí inmóvil hasta que mis pupilas, acostumbradas ya a la falta de luz, distinguieron una silueta pasos delante de mí. Avancé con miedo. La silueta fue adquiriendo forma hasta que pude reconocerla: era una mesa. Puse mis manos encima y comencé a recorrerla. Al centro de la mesa un libro abierto. Posé mis manos en las hojas. Apareció entonces una luz, nunca supe donde se originaba, y pude observar el sitio: una habitación no muy grande, desnuda, sin otros objetos excepto la mesa y el libro. Frente a mí y en el extremo opuesto por el que había entrado: otra puerta. Bajé la vista. Como si hacer esto fuera una señal esperada los muros se derrumbaron; el viento comenzó a silbar mientras mínimos cristales arenosos raspaban mi rostro. Los muros derribados me permitieron observar que me encontraba a mitad de un paraje solitario. Desértico; la soledad se colaba hasta lo más hondo del alma. Nada, excepto un mar de dunas, se podía distinguir a la distancia. El cielo negrísimo sin estrellas. Miré el libro: en el papel extraños signos. Creí escuchar un cántico en la lejanía, una salmodia proveniente del mar de arena, que se aproximaba a mí. Momentos después la visión de una barca me reveló el origen de aquellos lamentos. No se por cuanto tiempo quedé paralizado; recuerdo que volví a mirar hacia el frente buscando la puerta y en lugar de ella encontré la entrada a una caverna. Miré nuevamente el libro, ahora una lápida grabada con extraños signos. La embarcación se aproximaba; el viento comenzó a soplar con mayor intensidad. Aquella visión se iba acercando. No podía moverme. No podía huir. El cántico se convirtió en un conjunto de aullidos y dolorosos lamentos. Pensé en el infierno. Hice que mis dedos recorrieran la piedra buscando una respuesta que me devolviera la calma; Mi vida dependía de interpretar o no correctamente la desconocida escritura. A los aullidos provenientes de la barca se sumó la voz de la caverna, transformada en una enorme boca, que repetía mi nombre. La embarcación debía tener por remeros almas en pena. El haz de luz comenzó a zigzaguear y se colocó sobre mí. La luz, cortante navaja, atravesó mi cuerpo. Escuché lo que creí eran palabras de una extraña lengua las cuales retumbaron como si fueran dichas dentro de una inmensa bóveda. Cesó todo. La habitación volvía a quedar desnuda. La mesa, el libro abierto y un cuerpo —tibio aún— sobre el piso.
Escuché el sonido de la puerta al cerrarse a mis espaldas. Frente a mí la oscuridad. No sé por cuánto tiempo permanecí inmóvil hasta que mis pupilas, acostumbradas ya a la falta de luz, distinguieron una silueta pasos delante de mí. Avancé con miedo. La silueta fue adquiriendo forma hasta que pude reconocerla: era una mesa. Puse mis manos encima y comencé a recorrerla. Al centro de la mesa un libro abierto. Posé mis manos en las hojas. Apareció entonces una luz, nunca supe donde se originaba, y pude observar el sitio: una habitación no muy grande, desnuda, sin otros objetos excepto la mesa y el libro. Frente a mí y en el extremo opuesto por el que había entrado: otra puerta. Bajé la vista. Como si hacer esto fuera una señal esperada los muros se derrumbaron; el viento comenzó a silbar mientras mínimos cristales arenosos raspaban mi rostro. Los muros derribados me permitieron observar que me encontraba a mitad de un paraje solitario. Desértico; la soledad se colaba hasta lo más hondo del alma. Nada, excepto un mar de dunas, se podía distinguir a la distancia. El cielo negrísimo sin estrellas. Miré el libro: en el papel extraños signos. Creí escuchar un cántico en la lejanía, una salmodia proveniente del mar de arena, que se aproximaba a mí. Momentos después la visión de una barca me reveló el origen de aquellos lamentos. No se por cuanto tiempo quedé paralizado; recuerdo que volví a mirar hacia el frente buscando la puerta y en lugar de ella encontré la entrada a una caverna. Miré nuevamente el libro, ahora una lápida grabada con extraños signos. La embarcación se aproximaba; el viento comenzó a soplar con mayor intensidad. Aquella visión se iba acercando. No podía moverme. No podía huir. El cántico se convirtió en un conjunto de aullidos y dolorosos lamentos. Pensé en el infierno. Hice que mis dedos recorrieran la piedra buscando una respuesta que me devolviera la calma; Mi vida dependía de interpretar o no correctamente la desconocida escritura. A los aullidos provenientes de la barca se sumó la voz de la caverna, transformada en una enorme boca, que repetía mi nombre. La embarcación debía tener por remeros almas en pena. El haz de luz comenzó a zigzaguear y se colocó sobre mí. La luz, cortante navaja, atravesó mi cuerpo. Escuché lo que creí eran palabras de una extraña lengua las cuales retumbaron como si fueran dichas dentro de una inmensa bóveda. Cesó todo. La habitación volvía a quedar desnuda. La mesa, el libro abierto y un cuerpo —tibio aún— sobre el piso.
Rituales y Mitologías 1
La voz de la Esfinge
En el desierto se levanta la Esfinge. Aún maltratada por el tiempo no deja de ser impresionante y misteriosa. La Esfinge es el guardián de los umbrales prohibidos; escucha el canto de los planetas; vela al borde de las eternidades. El viajero levanta la vista y la contempla admirado. A partir de su rostro de dios solar la recorre. Observa con la esperanza de que en cualquier momento deje oír su voz, pero sólo percibe el viento del desierto, el murmullo de los que como él han venido al mismo sitio. Avanza hasta la roca y se recarga en ella; le han dicho que la voz sólo se percibe cuando alguien se atreve a enfrentarla. Por largos minutos permanece recargado en ella hasta que la Esfinge le cuestiona. De sus palabras surge la duda. La posibilidad de que Esfinge y viajero sean uno solo en realidad. La duda plantea siempre un nuevo comienzo que de ninguna manera será el último; salva del conformismo, del estancamiento. Los inconformes buscan en el escepticismo su libertad. Sin embargo, no es el enigma lo que los hace libres; en todo caso despierta el pensamiento para que sea la inteligencia la que dé la libertad. Será finalmente el viajero el que decida, por su cuenta y riesgo, si atiende aquella voz que nace de lo hondo y acepta la invitación oculta en el enigma. La Esfinge se presenta al comienzo de un destino que es a la vez misterio y necesidad.
En el desierto se levanta la Esfinge. Aún maltratada por el tiempo no deja de ser impresionante y misteriosa. La Esfinge es el guardián de los umbrales prohibidos; escucha el canto de los planetas; vela al borde de las eternidades. El viajero levanta la vista y la contempla admirado. A partir de su rostro de dios solar la recorre. Observa con la esperanza de que en cualquier momento deje oír su voz, pero sólo percibe el viento del desierto, el murmullo de los que como él han venido al mismo sitio. Avanza hasta la roca y se recarga en ella; le han dicho que la voz sólo se percibe cuando alguien se atreve a enfrentarla. Por largos minutos permanece recargado en ella hasta que la Esfinge le cuestiona. De sus palabras surge la duda. La posibilidad de que Esfinge y viajero sean uno solo en realidad. La duda plantea siempre un nuevo comienzo que de ninguna manera será el último; salva del conformismo, del estancamiento. Los inconformes buscan en el escepticismo su libertad. Sin embargo, no es el enigma lo que los hace libres; en todo caso despierta el pensamiento para que sea la inteligencia la que dé la libertad. Será finalmente el viajero el que decida, por su cuenta y riesgo, si atiende aquella voz que nace de lo hondo y acepta la invitación oculta en el enigma. La Esfinge se presenta al comienzo de un destino que es a la vez misterio y necesidad.
Prolegómenos
1
Pocos conocen mi nombre. Tuve que inventarme uno para escapar de mí mismo; huir de la prisión en que se convierte una identidad. Pensé que había escapado. Ahora que escribo me doy cuenta de la imposibilidad de lo anterior: la escritura es un tatuaje del alma.
2
El que comienza aquí no es un camino trazado; es apenas un principio de tantos posibles, una encrucijada impostergable.
3
El viaje. Ese laberinto al cual nos adentramos. Esa puerta que abrimos o decidimos evadir sin saber por qué. Dentro del laberinto dejarse ir. Perderse en los pasillos invisibles. Ignorar a donde han de conducir los pasos. Viajar a través de los ojos. De la mano y de la letra. Bitácora. Anotaciones inconexas de unos o más viajes. Destino. Nunca uno absoluto. Algunas notas del asombro. Del momento. Recuperación. ¿Existió o no existió lo que vi?. La realidad es evasión. El viaje.
Pocos conocen mi nombre. Tuve que inventarme uno para escapar de mí mismo; huir de la prisión en que se convierte una identidad. Pensé que había escapado. Ahora que escribo me doy cuenta de la imposibilidad de lo anterior: la escritura es un tatuaje del alma.
2
El que comienza aquí no es un camino trazado; es apenas un principio de tantos posibles, una encrucijada impostergable.
3
El viaje. Ese laberinto al cual nos adentramos. Esa puerta que abrimos o decidimos evadir sin saber por qué. Dentro del laberinto dejarse ir. Perderse en los pasillos invisibles. Ignorar a donde han de conducir los pasos. Viajar a través de los ojos. De la mano y de la letra. Bitácora. Anotaciones inconexas de unos o más viajes. Destino. Nunca uno absoluto. Algunas notas del asombro. Del momento. Recuperación. ¿Existió o no existió lo que vi?. La realidad es evasión. El viaje.
domingo, julio 04, 2004
Prólogo
De puentes y ríos
Por azares del destino viví una corta temporada en París. Fueron pocos días y lo lamento. Cada metro recorrido, cada instantánea grabada en la memoria, son ahora imágenes dispersas en algunos textos, fotografías donde la plata y la gelatina recuperan fragmentos de un momento lejano que ahora parece irreal.
  Lo que me llevó a París fue un encuentro de editores mexicanos y franceses celebrado a la par de Le Salon du Livre. Como todo encuentro de este tipo no faltaron conferencias, lecturas, diálogos entre editores, comidas y cenas. En los tiempos libres, por demás abundantes, me dediqué a vagar sin rumbo, dejándome llevar por mera intuición hacia calles de pronto estrechas, luego amplias, que me condujeron a nombres y lugares significativos para mí, muy diferentes a los sitios que por regla general se tienen que visitar en París. Caminé la ciudad. Comí poco. Gaste mucho. Conocí el peso exacto de las huellas que uno deja tras de sí. Hice pues de un viaje con un fin determinado uno en el cual me dejé tomar por el azar, sin plan fijo.
  Una de aquellas tardes mis pasos me llevaron al Pont de l`Archevêché. La idea era recorrer los muelles del Sena partiendo de la parte posterior de Notre-Dame para terminar el recorrido al llegar al Pont des Arts. Caminé tratando de guardar en la memoria esa sensación deliciosa de estar solo en un país lejano donde nadie lo conoce a uno. Recuerdo que a medio camino me detuve a escuchar a una improvisada banda de músicos checos que deleitaban a los transeúntes con piezas de su país. Me entretuve unos minutos escuchándolos y mirando correr el agua del río. El sol descendía y un viento tibio acariciaba el rostro. Una vez alcanzado el Quai de Conti subí al Pont des arts, y estuve a punto de cruzar el río hacia el Louvre, pero preferí recargarme en el barandal y mirar el paso de la gente. Cuando me pareció que pronto caería la noche dejé mi puesto de observación y retorné hacía la catedral, pero no lo hice por los muelles sino por la avenida que corre paralela al Sena con el fin de parar en los numerosos puestos de libros usados y viejos que se encuentran establecidos de este lado de la ribera.
 Los días anteriores había cargado con la cámara invariablemente. Esa tarde la cámara se quedó en la casa de Stéphane. Decidí que un peso menos, aunque fueran unos pocos gramos, me facilitaría mis andanzas. A estás alturas del viaje los pies obedecían dificultosamente cansados del kilométrico trajinar de los días anteriores. Dentro de tres días estaría volando sobre el Atlántico de regreso a casa. No quería pensar en ello. Prefería concentrarme en la ciudad. En sus edificios. Gozar el peso de su historia, de su belleza. Y ese día que no había lente de por medio entre nosotros París me pareció diferente. Cargado de un aura escondida al ojo rutinario tras un velo de neblina.
 Me detuve en cada uno de los puestos que encontré en mi camino. Al principio más que los libros me atraían los carteles antiguos y las fotografías que exhibían. Al acercarme me fijaba en los títulos, la mayoría de ellos en francés, salvo alguno que otro en inglés, quizá olvidados por turistas angloparlantes en los hoteles o pensiones donde se habían alojado. Mi hermana había visitado la ciudad el año anterior y conseguido un par de buenos libros que me regaló. En aquella ocasión imaginé los tesoros que encontraría en estas calles, sin embargo ahora que pasaba justo a su lado ninguno de ellos capturaba mi interés.
 La luz emanada de los faroles y las luces de los edificios comenzaba a reflejarse en las turbias aguas del Sena cuando llegué al último de los puestos. Sin mucha esperanza comencé a mirar los títulos. De inmediato me percaté que en este último, contaban con ejemplares más antiguos y raros que en los puestos anteriores. El dueño era un señor de bastante edad, no muy alto, de poco pelo totalmente encanecido, de rostro serio pero de ojos inteligentes. No tuve ánimos para intercambiar saludos, mi francés era pobre y la pronunciación aún peor. Sin embargo sus ojos no perdían de vista mis dedos que iban recorriendo los libros uno tras otro conforme leía el título impreso en el lomo.
 De improviso un sudor frío recorrió mi cuerpo. En el lomo de uno de los libros aparecía el nombre del poeta que había buscado con tanta energía pero sin ningún resultado hasta entonces. Era tan difícil saber de él que muchos creían lo había inventado. Traté de ocultar mi alegría con el fin de que ese gesto no encareciera el precio. No pagué más que por cualquier otro libro. Fácilmente hubiera dado algunos euros más por él. Antes de entregarlo, el viejo balbuceó algunas palabras que no comprendí del todo. No le di importancia y con aquella joya dentro de mis posesiones me dirigí a la estación del metro para volver a casa.
 Los vagones del subterráneo iban llenos de pasajeros. A pesar de las ganas de hojear el libro temí sacarlo y perderlo entre aquella multitud. El viaje no duraría más de quince minutos. Podía esperar. Estación Abesses. Tomé el ascensor hasta a la superficie. Respirar el aire puro de un pequeño jardín. Cafés en ambos lados de la calle. Una pequeña iglesia. El departamento de Stéphane un par de cuadras adelante.
 Me tiré en la cama, arrojé la mochila a donde fuera y despojé del plástico protector al libro. Cuál no sería mi sorpresa al no encontrar las páginas de un libro de poesía, sino hojas sueltas con textos en prosa escritos a mano. A pesar de la decepción que sentí en un principio aquellas páginas me intrigaron. Medio leí lo que en ellas aparecía. Era una especie de diario de viaje pero sin fechas que permitieran establecer una cronología o alguna datación histórica. Varias de las hojas estaban incompletas, carcomidas por el tiempo, o bien con el texto ilegible. No sabía si maravillarme. Tal vez habíamos descubierto un texto inédito de alguno de tantos escritores que había radicado en París. Permanecí no se cuanto tiempo repasando y repasando aquellas páginas hasta que la llegada de Stéphane me sacó de mi lectura. Le mostré lo encontrado y dejó ver su curiosidad por el texto. Le extendí los folios y comenzó a leerlos. Se trataba de una bitácora de viaje. Textos breves, apuntes tal vez, sobre países y territorios cuyo nombre no nos decía nada. No se trataba pues de un inédito de algún escritor famoso, tampoco de los apuntes robados a Hemingway en la Gare de Lyon.
 Esa misma noche Stéphane leyó todos los textos, lo primero que me dijo al día siguiente fue que a pesar de que varios de ellos no estaban completos era un buen descubrimiento. Le propuse que lo tradujera al español. Que yo le ayudaría. Regresé a México con ese nuevo proyecto al que le dedicamos varios meses y bastante tiempo. Finalmente conseguimos una traducción que nos satisfizo a los dos pero que nada más funcionó como cimiento de lo que seguiría. Como la mayoría de los textos estaban incompletos, en algunos casos sólo faltaban frases pero en otros incluso párrafos enteros, me tomé la libertad de completar y/o continuar la historia donde fuera necesario. Ya encarrerado, escribí algunos más, tratando de emular el estilo de los originales y los mezclé entre los demás siempre procurando conservar la unidad.
 Finalmente debo advertir que no se trata de una traducción fiel del original como se estarán dando cuenta, sino de la continuación de un texto comenzado por un autor desconocido, que permanecerá anónimo y del cual difícilmente llegaremos a saber datos precisos. El hecho de publicar estos textos no quiere decir que el libro haya alcanzado su punto final. Estás bitácoras son un punto intermedio del viaje. Finalmente hay libros que nunca terminan de escribirse.
 Lo que se publica a continuación es el trabajo de construcción y reconstrucción de estas letras. Espero se cumplan sus expectativas.
Por azares del destino viví una corta temporada en París. Fueron pocos días y lo lamento. Cada metro recorrido, cada instantánea grabada en la memoria, son ahora imágenes dispersas en algunos textos, fotografías donde la plata y la gelatina recuperan fragmentos de un momento lejano que ahora parece irreal.
  Lo que me llevó a París fue un encuentro de editores mexicanos y franceses celebrado a la par de Le Salon du Livre. Como todo encuentro de este tipo no faltaron conferencias, lecturas, diálogos entre editores, comidas y cenas. En los tiempos libres, por demás abundantes, me dediqué a vagar sin rumbo, dejándome llevar por mera intuición hacia calles de pronto estrechas, luego amplias, que me condujeron a nombres y lugares significativos para mí, muy diferentes a los sitios que por regla general se tienen que visitar en París. Caminé la ciudad. Comí poco. Gaste mucho. Conocí el peso exacto de las huellas que uno deja tras de sí. Hice pues de un viaje con un fin determinado uno en el cual me dejé tomar por el azar, sin plan fijo.
  Una de aquellas tardes mis pasos me llevaron al Pont de l`Archevêché. La idea era recorrer los muelles del Sena partiendo de la parte posterior de Notre-Dame para terminar el recorrido al llegar al Pont des Arts. Caminé tratando de guardar en la memoria esa sensación deliciosa de estar solo en un país lejano donde nadie lo conoce a uno. Recuerdo que a medio camino me detuve a escuchar a una improvisada banda de músicos checos que deleitaban a los transeúntes con piezas de su país. Me entretuve unos minutos escuchándolos y mirando correr el agua del río. El sol descendía y un viento tibio acariciaba el rostro. Una vez alcanzado el Quai de Conti subí al Pont des arts, y estuve a punto de cruzar el río hacia el Louvre, pero preferí recargarme en el barandal y mirar el paso de la gente. Cuando me pareció que pronto caería la noche dejé mi puesto de observación y retorné hacía la catedral, pero no lo hice por los muelles sino por la avenida que corre paralela al Sena con el fin de parar en los numerosos puestos de libros usados y viejos que se encuentran establecidos de este lado de la ribera.
 Los días anteriores había cargado con la cámara invariablemente. Esa tarde la cámara se quedó en la casa de Stéphane. Decidí que un peso menos, aunque fueran unos pocos gramos, me facilitaría mis andanzas. A estás alturas del viaje los pies obedecían dificultosamente cansados del kilométrico trajinar de los días anteriores. Dentro de tres días estaría volando sobre el Atlántico de regreso a casa. No quería pensar en ello. Prefería concentrarme en la ciudad. En sus edificios. Gozar el peso de su historia, de su belleza. Y ese día que no había lente de por medio entre nosotros París me pareció diferente. Cargado de un aura escondida al ojo rutinario tras un velo de neblina.
 Me detuve en cada uno de los puestos que encontré en mi camino. Al principio más que los libros me atraían los carteles antiguos y las fotografías que exhibían. Al acercarme me fijaba en los títulos, la mayoría de ellos en francés, salvo alguno que otro en inglés, quizá olvidados por turistas angloparlantes en los hoteles o pensiones donde se habían alojado. Mi hermana había visitado la ciudad el año anterior y conseguido un par de buenos libros que me regaló. En aquella ocasión imaginé los tesoros que encontraría en estas calles, sin embargo ahora que pasaba justo a su lado ninguno de ellos capturaba mi interés.
 La luz emanada de los faroles y las luces de los edificios comenzaba a reflejarse en las turbias aguas del Sena cuando llegué al último de los puestos. Sin mucha esperanza comencé a mirar los títulos. De inmediato me percaté que en este último, contaban con ejemplares más antiguos y raros que en los puestos anteriores. El dueño era un señor de bastante edad, no muy alto, de poco pelo totalmente encanecido, de rostro serio pero de ojos inteligentes. No tuve ánimos para intercambiar saludos, mi francés era pobre y la pronunciación aún peor. Sin embargo sus ojos no perdían de vista mis dedos que iban recorriendo los libros uno tras otro conforme leía el título impreso en el lomo.
 De improviso un sudor frío recorrió mi cuerpo. En el lomo de uno de los libros aparecía el nombre del poeta que había buscado con tanta energía pero sin ningún resultado hasta entonces. Era tan difícil saber de él que muchos creían lo había inventado. Traté de ocultar mi alegría con el fin de que ese gesto no encareciera el precio. No pagué más que por cualquier otro libro. Fácilmente hubiera dado algunos euros más por él. Antes de entregarlo, el viejo balbuceó algunas palabras que no comprendí del todo. No le di importancia y con aquella joya dentro de mis posesiones me dirigí a la estación del metro para volver a casa.
 Los vagones del subterráneo iban llenos de pasajeros. A pesar de las ganas de hojear el libro temí sacarlo y perderlo entre aquella multitud. El viaje no duraría más de quince minutos. Podía esperar. Estación Abesses. Tomé el ascensor hasta a la superficie. Respirar el aire puro de un pequeño jardín. Cafés en ambos lados de la calle. Una pequeña iglesia. El departamento de Stéphane un par de cuadras adelante.
 Me tiré en la cama, arrojé la mochila a donde fuera y despojé del plástico protector al libro. Cuál no sería mi sorpresa al no encontrar las páginas de un libro de poesía, sino hojas sueltas con textos en prosa escritos a mano. A pesar de la decepción que sentí en un principio aquellas páginas me intrigaron. Medio leí lo que en ellas aparecía. Era una especie de diario de viaje pero sin fechas que permitieran establecer una cronología o alguna datación histórica. Varias de las hojas estaban incompletas, carcomidas por el tiempo, o bien con el texto ilegible. No sabía si maravillarme. Tal vez habíamos descubierto un texto inédito de alguno de tantos escritores que había radicado en París. Permanecí no se cuanto tiempo repasando y repasando aquellas páginas hasta que la llegada de Stéphane me sacó de mi lectura. Le mostré lo encontrado y dejó ver su curiosidad por el texto. Le extendí los folios y comenzó a leerlos. Se trataba de una bitácora de viaje. Textos breves, apuntes tal vez, sobre países y territorios cuyo nombre no nos decía nada. No se trataba pues de un inédito de algún escritor famoso, tampoco de los apuntes robados a Hemingway en la Gare de Lyon.
 Esa misma noche Stéphane leyó todos los textos, lo primero que me dijo al día siguiente fue que a pesar de que varios de ellos no estaban completos era un buen descubrimiento. Le propuse que lo tradujera al español. Que yo le ayudaría. Regresé a México con ese nuevo proyecto al que le dedicamos varios meses y bastante tiempo. Finalmente conseguimos una traducción que nos satisfizo a los dos pero que nada más funcionó como cimiento de lo que seguiría. Como la mayoría de los textos estaban incompletos, en algunos casos sólo faltaban frases pero en otros incluso párrafos enteros, me tomé la libertad de completar y/o continuar la historia donde fuera necesario. Ya encarrerado, escribí algunos más, tratando de emular el estilo de los originales y los mezclé entre los demás siempre procurando conservar la unidad.
 Finalmente debo advertir que no se trata de una traducción fiel del original como se estarán dando cuenta, sino de la continuación de un texto comenzado por un autor desconocido, que permanecerá anónimo y del cual difícilmente llegaremos a saber datos precisos. El hecho de publicar estos textos no quiere decir que el libro haya alcanzado su punto final. Estás bitácoras son un punto intermedio del viaje. Finalmente hay libros que nunca terminan de escribirse.
 Lo que se publica a continuación es el trabajo de construcción y reconstrucción de estas letras. Espero se cumplan sus expectativas.
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