sábado, agosto 07, 2004

Rituales y Mitologías 2

Ritos del desierto

Escuché el sonido de la puerta al cerrarse a mis espaldas. Frente a mí la oscuridad. No sé por cuánto tiempo permanecí inmóvil hasta que mis pupilas, acostumbradas ya a la falta de luz, distinguieron una silueta pasos delante de mí. Avancé con miedo. La silueta fue adquiriendo forma hasta que pude reconocerla: era una mesa. Puse mis manos encima y comencé a recorrerla. Al centro de la mesa un libro abierto. Posé mis manos en las hojas. Apareció entonces una luz, nunca supe donde se originaba, y pude observar el sitio: una habitación no muy grande, desnuda, sin otros objetos excepto la mesa y el libro. Frente a mí y en el extremo opuesto por el que había entrado: otra puerta. Bajé la vista. Como si hacer esto fuera una señal esperada los muros se derrumbaron; el viento comenzó a silbar mientras mínimos cristales arenosos raspaban mi rostro. Los muros derribados me permitieron observar que me encontraba a mitad de un paraje solitario. Desértico; la soledad se colaba hasta lo más hondo del alma. Nada, excepto un mar de dunas, se podía distinguir a la distancia. El cielo negrísimo sin estrellas. Miré el libro: en el papel extraños signos. Creí escuchar un cántico en la lejanía, una salmodia proveniente del mar de arena, que se aproximaba a mí. Momentos después la visión de una barca me reveló el origen de aquellos lamentos. No se por cuanto tiempo quedé paralizado; recuerdo que volví a mirar hacia el frente buscando la puerta y en lugar de ella encontré la entrada a una caverna. Miré nuevamente el libro, ahora una lápida grabada con extraños signos. La embarcación se aproximaba; el viento comenzó a soplar con mayor intensidad. Aquella visión se iba acercando. No podía moverme. No podía huir. El cántico se convirtió en un conjunto de aullidos y dolorosos lamentos. Pensé en el infierno. Hice que mis dedos recorrieran la piedra buscando una respuesta que me devolviera la calma; Mi vida dependía de interpretar o no correctamente la desconocida escritura. A los aullidos provenientes de la barca se sumó la voz de la caverna, transformada en una enorme boca, que repetía mi nombre. La embarcación debía tener por remeros almas en pena. El haz de luz comenzó a zigzaguear y se colocó sobre mí. La luz, cortante navaja, atravesó mi cuerpo. Escuché lo que creí eran palabras de una extraña lengua las cuales retumbaron como si fueran dichas dentro de una inmensa bóveda. Cesó todo. La habitación volvía a quedar desnuda. La mesa, el libro abierto y un cuerpo —tibio aún— sobre el piso.

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